Una vez la Visi, monja seglar hiriente y manilarga, nos mandó que nos inventáramos un poema. Yo, que ya entonces era más de cuento, fui incapaz de escribirlo. No se me ocurría ni un verso. Me personé en clase con ese miedo cerval a la verdugo pronunciara justo mi nombre y tuviera que leer la nada en voz alta. Pero, oh, bendita fortuna, le preguntó a otra chica, sentada a mi lado, una hija de madre soltera a la que siempre estaba recordándole su imperdonable pecado. Esa niña provocaba en mí una gran admiración, rayana en la envidia, por dos motivos. El primero eran sus ojos azules, casi transparentes, tan extraños en aquella España de chiquillos castaños y mirada marrón oscura, como los pantalones de pana que íbamos heredando de los hermanos mayores. El segundo motivo era que me parecía mucho más interesante su vida que las nuestras. Yo siempre entendía que la Visi le lanzaba, a modo de imprecación, la siguiente frase, "¡Tu madre arderá en el invierno!", y tardé años en comprender el lapsus. Para mí era muy misteriosa esa hoguera heladora, probablemente la primera , maravillosa, antítesis de mi vida.
Era una buena niña, sí, envidiable por aquellos ojos de soldado de la base americana y el pasado interesante de su madre, pero visto lo ocurrido aquella tarde celebro mucho no haber estado en su pellejo. Cuando la Visi pronunció solemne su nombre completo, con el único apellido que tenía, y ella empezó a leer, vacilante, se hizo un silencio extraño. La niña de la pecadora, que siempre sonreía, inocentona, como intentando caer bien antes de hablar, había cometido una obra maestra en su ejercicio escolar. Era tristísimo aquel poema. Era perfecto.
Era de Bécquer.
Yo no había tenido oportunidad de leerlo antes. No sabía que esos versos estaban en alguna parte, en tantos libros, en el recuerdo de generaciones enteras de enamorados desgraciados que lo habían entonado a modo de himno masoquista para saborear, una vez más, el sufrimiento destilado del abandono y el olvido. Solo sé que en esa clase de Lengua de un lejano quinto de EGB las golondrinas se colaron en el aula, como una plaga negra de tristeza, que vi las ventanas vacías y ese frío de algunos otoños sin esperanza. Fue hermoso, de verdad, que la chica sonriente y candorosa, cada vez más animada y segura, al darse cuenta de que todos la escuchábamos, nos recitara esos versos prodigiosos que nadie esperaba.
Pero ay, tras una pausa que nadie entendió del todo, después de un silencio que se nos hizo más largo de la cuenta, la Visi tomó teatralmente la palabra. Comenzó a insultar a la compañera poeta, subiendo poco a poco la voz de puerta chirriante, esa voz que se parece a la de muchas otra monjas amargas, ácidas por la crueldad con la que acostumbraban a tratar a los pobres críos que caían en sus garras. La llamó guarra, no sé por qué, también embustera, hija de una perra en celo, indigna, harapienta. Juro que llegaron a mi vida en aquel vejamen palabras que nunca antes había escuchado. Y se volvió al resto de la clase sin dejar de señalarla con su dedo del Antiguo Testamento, un dedo extremadamente retorcido, largo y nudoso. Los ojos azul claro, clarísimo, de niña extranjera, distinta, se fueron llenando de lágrimas perfectamente esféricas. Solo he visto llorar así a Michelle Pfeiffer, cuando la abandona Valmont en Las amistades peligrosas. Mi compañera de clase lloraba también de esa forma que te hace pensar que las mismas pupilas se deshacen en llanto.
La Visi conocía el poema. Sabía quién era Bécquer y nos lo contó, indignada. De todos los plagiadores de los que he conocido en mi vida solo compadezco y entiendo a la chavalilla de diez años que quiso evitarse un mal trago, el castigo por no llevar hecho el ejercicio encomendado. En un mundo en que no había ordenadores, Piluca, así se llamaba, encontró un poema en un libro, que quizás su madre, la buscona, tenía en casa, y decidió copiarlo con su letra infantil en el cuaderno de clase que debía estar impoluto a toda hora , porque si no la Visi lo desgraciaba arrancándole hojas como si fuera las greñas teñidas de rojo de María Magdalena.
Hoya me ha pasado, y no es la primera vez. Una persona que estaba en mis contactos ha fusilado un texto mío en su muro, casí de forma íntegra. No estoy hablando de un parecido razonable, sino de un corta y pega en el que se habían suprimido ejemplos concretos que daba. Era una reflexión sobre la obligación de motivar al alumnado que se nos impone a los docentes. Lo peor es que la plagiadora es una maestra. No sé qué ejemplo dará a su alumnado quien comete una falta de honestidad, una apropiación del trabajo ajeno. Firmaba con su nombre su plagio y agradecía los elogios, con todo su papo. La he bloqueado, sin más.
Cada vez que alguien plagia y se atribuye las palabras de otro siento una intensa vergüenza ajena, un desprecio absoluto por el robo a mano armada, en primer lugar. Después, por el delirio de quien llega a creer que lo copiado sin permiso le pertenece solo por el hecho de que lo ha elegido y le ha puesto su nombre al final, como el perro que orina en una pared para marcar su territorio. Por último,por esa falta de respeto a la inteligencia y el conocimiento de los demás que le lleva a pensar que nadie ha leído tanto como él, que es imposible que llegue a detectarse el latrocinio. Robar un escrito no es solo afanar la palabra impresa, la palabra que se lleva al papel porque nos quema dentro, porque necesitamos que esté en otro lugar distinto a nuestro pensamiento. Quien plagia está robando todo lo que hemos tenido que vivir, el proceso en que un día, de entre todas las que cosas que pensamos, que sentimos, que nos pasan, elegimos esa para desbrozar el silencio que la rodea, y nos arrastramos para encontrar la manera de decirla.
Quien plagia quiere llegar al mismo sitio por un atajo que no existe, librarse del dolor, de la frustración, del trabajo, que nos dan las benditas obsesiones que nos hacen contar cuando podríamos callarnos.