Quizás no estaría tan contenta si mi vida hubiera sido otra, si los estímulos hubieran llegado desde otros lugares. Si no me hubiera picado la curiosidad todo lo que el ser humano es capaz de hacer, con lo poquita cosa que es, en realidad. Si mi abuelo me hubiera regalado un Quijote a los diez años o si.
Pero qué felicidad, también, esta, de haberte ido formando en una época en la que los cantantes bebían de poetas como de un agua muy limpia. Qué alegría haber participado de ese tiempo en que las letras de canciones eran de una belleza tan obvia que hubiera sido pecado, imbecilidad, no enamorarse, no aprenderlas de memoria y corazón, no buscar en ella el tesoro de la verdad que escondían. Cuánto me alegra que ahora, que tantos se ríen de los cantaplastas, como los llaman, se reconozca del valor de haber estado allí, creando y recreando, construyendo a partir del amor a los que dijeron antes, algo para los que vendríamos después. Qué consuelo encontré siempre en su voz, qué deleite sabertre cada día una estrofa más, un pequeño universo de verdad y hermosura que viene conmigo, como el legado generoso que nadie puede quitarte.
Me acuerdo de que cuando dejé de estudiar y estaba tan enfadada con el mundo en general y con la literatura en particular me prohibí leer libros. Para qué, me decía, si no van a servirme de nada. Y empecé a cuidar unos niños en una casa del centro, de esas que tenían una puerta para los seres humanos propiamente dichos y otra más pequeña para el servicio. Cuando salía del ascensor por las mañanas siempre estaba sonando Mediterráneo. Abría la puerta y allí estaba Serrat, recordándome que la literatura iba a atracarme a cada paso, que esperaba agazapada dentro de una cinta de cassette, a que yo apareciera. Y empezaba a recoger juguetes y los platos del desayuno preguntándome, aun sin querer, qué color sería ese, amarillo genista.
Y pensaba en lo fácil que era enamorarse de un personaje como el narrador de esa canción, que era hijo de un mar aparentemente manso pero mar, al fin y al cabo. Me deleitaba repitiendo lo del "llanto eterno que han vertido en ti cien pueblos" y lo de la mujer perfumadita de brea "que se añora y que se quiere, que se conoce y se teme, ayyyy". Tenía dieciséis años y fingía que nunca más leería ni creería en que era posible escribir mientras Serrat me cantaba al oído una sarta de metáforas y recorría la vida entera de un hombre que era de ese Mediterráneo en el que había nacido y en el que deseaba fundirse al final para no marcharse nunca. Y aprendí de memoria discos enteros, que sonaban sin parar en aquella casa. Aún me sé la Elegía a Ramón Sijé, de Miguel Hernández, aún me hace temblar en cada verso de ese cuento de amor al amigo muerto. Y sigue sin haber nada más bello que lo que nunca he tenido, y para la libertad sangro, lucho, pervivo, y quién fuese abrigo pa andar contigo. Y leía sin darme cuenta porque no se puede vivir sin la belleza de las palabras cuando te ha envenenado irremediablemente. Y aunque ahora esté muy demodé admirar a cantautores yo agradezco ese mundo y esa educación sentimental que en los últimos ochenta entraba en una vía auricular, casi sin sentir. Frases como aquella de Aute, Y el tiempo se peina con gesto de amante, que hacía que viera al tiempo, de verdad, peinando en la penumbra una larga melena con un peine de plata, de pie, desnudo, angélico, frente a un espejo, con la languidez de quien desea volver a acostarse en la cama, junto al cuerpo amado. Celebro que apareciera Sabina, con aquellas historias de princesas yonquis inolvidables, y ese Así estoy yo sin ti que estaba plagado de imágenes hermosas, tristes y humorísticas, urbanas y exactas. Yo, que estaba a dieta de literatura, leía y leía sin usar los ojos, creyendo mi propia mentira, pensando que solo en los libros podía infectarme esa fiebre del lenguaje de la que nunca, menos mal, he podido curarme.
Hoy le han concedido el Princesa de Asturia a Serrat. Me quito el cráneo y lo celebro. Y le agradezco aquellas frías mañanas de invierno sin esperanza en las que escuchar su voz caprina era como sentir el aroma reconfortante del primer café del día.







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